Estela añeja

sábado, 23 de enero de 2010

Desde que partí del pueblo no he vuelto a escuchar palabras tan bellas como las de mi adorado abuelo. El murió hace ya veinte años aproximadamente y en su tumba también se fueron sus sermones inquisidores y sus anécdotas fugases que corrompieron mi mente existencial desde chico. Mis ojos negros ahora miran ya un horizonte muy diferente pero plomizo, marginado por la claridad de un día despejado, lleno de nubarrones taciturnos y de ligeras estelas negruzcas. La tarde cae sobre esta finca de adobe recién cimentada en un suelo pantanoso donde tres camaleones ya merodean la osamenta de una zarigüeya. Mi boca ha tomado el color de las soledades y mis ojos llevan en su lejano fondo un imperio nocturno de ausentes destellos de vivacidad. Mi abuelo decía que el hombre viene a morir a la tierra y que la muerte es la paz esperada por los terrícolas. Su corazón palpitaba cuando decía estas cosas al mismo tiempo que besaba con amor puro la fotografía de la abuela. Yo le miraba con extrañeza, no creía en esas cosas. Desde que supe que era lo suficiente inteligente como para creer en esas vicisitudes; no entendía la razón exacta de el por qué del sufrimiento humano. Aun recuerdo la voz del abuelo. Siento que me vibran sus sollozos de angustia aquí a mi oído, siento todavía su voz gruesa, sus pasos calmosos y proféticos y sus risas apacibles que siempre se aproximaban a ser más fingidas que sinceras.
Mi reloj marca las cinco y media de la tarde; pero sobre este escrito ya anocheció. Comienzan a caer las primeras gotas de lluvia sobre mi cabeza. El ejército fluvial cabalga por las tierras lejanas y se aproxima raudo hacia a mi estancia. Empiezan a escucharse los primeros truenos, los primeros crujidos de una tormenta incesante, la tierra se vence en esa pesadumbre y yo observo el paisaje reverdecido y el horizonte: aquel lejano hostal donde la luna busca su aposento diurno; inalcanzable frontera donde mi miraje se desparrama a pedazos en imparable estampida. Mi corazón palpita sismicamente justo donde tengo la fotografía de mi abuelo, la saco del bolsillo de la camisa y veo el rostro arrugado de mi viejo, la coloco enfrente de mis ojos llorosos y digo con una voz casi quejumbrosa al ver sus ojos joviales: viejo, sé que usted esta bien en el mas allá, por eso no me preocupo, abuelo. Pero le extraño.

Cae ahora una gota de lluvia sobre el retrato y la gota se germina como si hubiera caído en una brasa hirviente. Comienza la lluvia y la foto arde silenciosamente.

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